El pimentón de Almería, una sopa de ajo adulterada, según Carmen de Burgos
No hay otro condimento en la cocina española capaz de despertar tantas sensaciones encontradas como el Allium sativum
En su libro ‘La Cocina Práctica’ (1925) la célebre columnista y escritora almeriense Carmen de Burgos (1867 – 1932) dedica un capítulo a hablar de los principales platos típicos españoles. En el pódium de la Colombine se sitúan la Olla Podrida y la Paella. En tercer lugar les sigue “la modesta Sopa de ajo”, que a su juicio “suele adulterarse en el Pimentón de Almería, los Caldillos extremeños, las Gachas y otras comidas cuya base es un caldo con agua, especias y aceite, pero en el que nunca, aunque falte tomate, especias y pimiento, deja de figurar el ajo”.
Muchos años después, el gastrónomo almeriense Antonio Zapata escribía en su ‘Vivir para comer en Almería’ (1990) que “si hubiera que resumir en un plato la personalidad de la cocina almeriense, habría que decidirse por el Pimentón”. Plato “humilde, de épocas pobres y de barrios de pescadores, el Pimentón de Almería da lugar a toda una familia variadisima de especialidades autóctonas originales”. Se refiere el escritor a platos de cuchara como los Gurullos, la Cazuela de fideos, los Maimones o las Gachas con pescado. Para Zapata “el Pimentón es el rey”.
Aunque puedan parecer puntos de vista antagónicos, no creo que sea así. Desde un enfoque estrictamente local, no cabe duda de que el Caldo de pimentón es la base de una parte importante de la cocina almeriense. Si ampliamos la perspectiva a un contexto más general, también se entiende el planteamiento de la Colombine.
La sopa de ajo
No pretendo con esto despertar un odio injustificado contra una de las referencias del periodismo femenino de nuestra historia. Soy consciente de que en la era de las redes sociales la hubieran tachado de “antialmeriense” solo por expresar una opinión así sobre el Pimentón de Almería. Ofenderse es gratis y nunca los necios e intolerantes tuvieron tan al alcance de su mano la posibilidad de expresar sus enfados domésticos. Pero realmente mis objetivos con este post son dos: 1) Sortear el ‘filtro almeriense’ de mi editor y 2) reivindicar la sopa de ajo y su ingrediente protagonista.
De hecho, la sopa de ajo es uno de mis platos favoritos de todo el mundo. Si en la casa de mi familia le echaban unos pocos dientes a la olla, en mi caso no bajo nunca de una cabeza de ajos entera.
El escritor costumbrista catalán Josep Pla no era muy amigo del ajo, pero entendía que “la persona que se encara a una sopa de ajo, lo que desea es que tenga gusto a ajo”. Era un ingrediente que aceptaba con moderación, pero al añadirlo en exceso consideraba tanto el gusto como el olor “insoportables”. Para él, “el ajo lo arrasa todo. La cocina del ajo no tiene más que un común denominador que impera en solitario: el ajo”. Pla tenía una regla clara: “cuanto más bueno sea el alimento que se trata de preparar, menos ajo se le ha de poner”.
Una historia de amor y odio
No es el ajo (allium sativum) un condimento para el consenso. O lo amas o lo odias. Uno de mis escritores gastronómicos favoritos, Julio Camba, tenía una relación complicada con este bulbo: “El ajo es un arma de dos filos con la que se puede hacer pasable un alimento mediocre y con la que se puede destruir un manjar de primera clase”.
Está claro que a Camba prefería el uso cauteloso de este ingrediente. A su juicio “los españoles nos cauterizamos con ajo el paladar” y la cocina nacional “está llena de ajo y de preocupaciones religiosas. El ajo mismo yo no estoy completamente seguro de que no sea una preocupación religiosa y, por lo menos, creo que es una superstición”.
Esta predilección tan española por el uso profuso del ajo “lo mismo sirve para espantar brujas que para espantar extranjeros”, escribía Camba en ‘La Casa de Lúculo’ (1929). En esa línea de pensamiento estaba el novelista francés Charles-Paul de Kock (1793 -1871), un “comeranas” que escribía en una de sus obras en tono despectivo que todos los españoles son “comedores de ajo”. La almeriense Carmen de Burgos replicaba que se puede “aceptar esto sin menoscabo, porque el ajo, calumniado, ve ya el triunfo de su vindicación”. Cuando Victoria Beckham supuestamente dijo que España olía ajo se convirtió automáticamente en una auténtica bruja por herir el orgullo patrio, y tuvo que negar la autoría de la frase en varias ocasiones.
Cualidad suculenta
El ajo está culturalmente vinculado a la dieta de todo el Mediterráneo y la aversión hacia su sabor y aroma crece cuanto más te alejas de sus orillas. Aunque tiene sus defensores hasta en la Pérfida Albión. Es el caso de Niki Segnit, que en ‘La Enciclopedia de los sabores’ (2011) asegura que “añadir una pequeña cantidad de ajo a la carne, el pescado, las verduras e incluso las trufas es como repasar con línea gruesa los contornos de su sabor: todo gana una definición más nítida. Además, el ajo añade una especie de cualidad suculenta”.
Para la autora de este superventas de combinatoria de sabores, “la principal utilidad del ajo es resaltar el sabor de los platos umami, pero aporta un fantástico sabor primario sobre un fondo dulce y poco sabroso, como el pan o la pasta…”
Voy a dejarlo aquí, porque internet debe estar tan lleno de referencias al ajo como el refranero español. Si quieres, busca sobre sus propiedades nutricionales, beneficios para la salud, cultivo, supersticiones, leyendas o conexiones vampíricas.
Por mi parte me despido con un fragmento del romance de Francisco de Quevedo ‘Matraca de las flores y la hortaliza’:
“El ajo, con un regüeldo,
Francisco de Quevedo
la dijo que no le hurgue,
que, armado de miga en sebo,
no hay hambre que no perfume”