Buscando un rato de sosiego, huyendo del ruido de coches, bocinazos y gritos, me adentré una soleada mañana en la necrópolis de nuestra ciudad: El cementerio de San José.
No es un lugar al que se suela acudir, salvo en fechas marcadas en el calendario. O porque tengamos que acompañar en su último viaje a un ser querido.
La entrada al descanso eterno
Nada más entrar, llama la atención la espléndida portada que da acceso al recinto. Una obra de Trinidad Cuartara Cassinello, arquitecto municipal, en 1903. Atravesando el pasillo central, llegaremos a la parte antigua, cuya construcción fue realizada a finales del siglo XIX.
Una vez en el cementerio de San José, te sientes trasladado a otra época. Dejas al instante de percibir los sonidos de las prisas, del estrés, de las melodías de los teléfonos móviles, que, dicho sea de paso, se han convertido en un apéndice más de nuestro cuerpo.
Cabe mencionar los panteones de las familias de Moreno, Góngora, Orozco o Cassinello entre muchas otras.
Criptas en el Cementerio de San José
Otra construcción funeraria que me llamó la atención por no haberla visto antes en otros cementerios, tiene un encanto particular.
Se trata de unas criptas subterráneas de difícil acceso a no ser que se use una escalera de mano. Acogen varios enterramientos familiares, cuya propiedad aparece nombrada en la fachada de acceso a la cripta.
En otro solar colindante, existen una serie de tumbas abandonadas a su suerte, rodeadas de suciedad y basura. Intenté encontrar un indicio de hermosura en esta parte descuidada, y logré sacarle un atisbo de encanto, quizás dominada por la melancolía del lugar, y por tratar de reconstruir en mi mente cómo fue una vez ese paraje.
Recorrido
No logré dar con el Cementerio Inglés de Almería, y un tanto decepcionada me dispuse a marchar y dejar descansar a los habitantes de la Ciudad del Descanso Eterno.
De camino a la salida, me despedí de mi guía particular, un gato atigrado que me siguió en mi recorrido por la parte antigua del cementerio, y que se escabulló tras traspasar el segundo pórtico que da acceso a la parte nueva, donde, como si de un interruptor se tratara, volvió a conectarse el barullo del que había huido un rato antes.