El ‘Berdugo’ de Concha Robles y Manuel Aguilar

celoso, alcohólico, ludópata y violento. Así era el marido de la actriz almeriense que protagonizó uno de los crímenes más celebres de Almería

Concha Robles nació el 7 de octubre de 1887 en el barrio de la Almedina. Fue primera figura de la compañía de teatro Tudela y Monteagudo. En 1919 contrajo matrimonio con el Comandante de Caballería, Carlos Berdugo. Sí, con “B”. Ironías semánticas…

Carlos era viudo y de carácter problemático: celoso, alcohólico, ludópata y violento. Ya en su primer matrimonio tuvo problemas conyugales. Desde el comienzo de su relación con Concha pretendió que ésta se retirara de la escena, logrando que la actriz abandonara las tablas por unos meses. Al poco tiempo de casarse, se trasladaron a Granada. Allí eran conocidos los incidentes protagonizados por el matrimonio, como el ocurrido una noche en el Café Royal, ante los numerosos clientes del local. Una vez en el interior, Concha, como siempre, se mostraba triste, apoyada sobre la mesa, con la mirada hacia el suelo. A veces se echaba a llorar, tras diálogos violentos con su marido. Varios señores que se encontraban cerca de la mesa del matrimonio protestaron por la actitud violenta del marido con su esposa. Berdugo se acercó al mostrador y pidió al dependiente que echara del local a los que le habían llamado la atención, pero éste se negó. Berdugo le pidió una cerilla y al dársela, propinó una bofetada al dependiente, diciendo en tono despectivo: “estos comerciantes”. El dependiente cogió un revólver, dispuesto a disparar a Berdugo, pero varios amigos lo impidieron. En el suceso tuvo que intervenir una pareja de seguridad y el oficial de vigilancia de Caballería. Dado el carácter tormentoso de la relación, Concha puso en marcha la demanda de divorcio.

En el Teatro Cervantes

El 21 de enero de 1922, la compañía dramática a la que pertenecía Concha Robles, representó en el Teatro Cervantes de Almería la obra ‘Santa Isabel de Ceres’. La empresa local no había escatimado en gastos para la ocasión, a fin de que por el hermoso coliseo desfilase la bella y gentil actriz almeriense. Un joven Manuel Aguilar Ruescas, de 16 años, hijo de tramoyista y empleado de la imprenta Peláez, era fiel admirador de Concha. El chico se ofreció para repartir folletos a la entrada del Teatro, avisando a los asistentes de que durante la obra habría disparos ficticios, por lo que no debían asustarse. Él mismo estaría entre bastidores contemplando la obra.

Aquella tarde, Berdugo llegó en tren desde Madrid y después de estar en varios locales bebiendo, entre ellos el café Colón, se dirigió al Cervantes, entró por la puerta lateral y pidió ver a Concha Robles. Se presentó con una falsa tarjeta de visita como ‘Fernando Roldán’, empresario de Cádiz. Carlos, elegante y de buen porte, no despertó sospechas entre los porteros, que le dejaron pasar. Entregada la tarjeta a Concha, ésta accedió a ver al empresario en el entreacto. En un momento de la obra en el que Concha hacía mutis y se dirigió a su camerino, vio a Carlos, que ya la había amenazado de muerte en varias ocasiones. Corrió aterrorizada pero no le dio tiempo a llegar entre bastidores.

Disparos letales

Foto-montaje de la imprenta Peláez en 1924 y edificio actual. Aquí trabajaba Manuel Aguilar el día del asesinato

Berdugo sacó su revolver Browning y disparó, hiriendo al joven Manuel Aguilar, quien se había interpuesto entre el agresor y Concha y que posteriormente murió. Los asistentes no se percataron de lo sucedido, creyendo que los disparos eran parte de la obra. Fueron conscientes cuando el chico, herido, salió desde un lateral del escenario gritando «¡Es verdad, es verdad!» y se arrojó al patio de butacas cubierto de sangre. Concha llegó a duras penas al escenario, donde cayó ensangrentada y moribunda. El agresor se disparó en la cabeza y cayó al suelo. Todos lo dieron por muerto.

El pánico que se produjo entre los asistentes fue indescriptible. En el tumulto también resultó el director de orquesta, al caer sobre él una dama que presenciaba la obra desde un palco y que, presa de pánico, se lanzó al patio de butacas. Al escenario subieron las autoridades y varios facultativos que se hallaban en el teatro. Uno de ellos, don Pelegrín Rodríguez, junto a un actor de la Compañía, trasladaron al diván que había en el escenario a Concha, ya privada de pulsación. Presentaba dos orificios de bala por la espalda, uno en el cuello, y uno en el pecho. Su cadáver quedó de forma preventiva en un camerino del teatro. Posteriormente fue trasladado a la casa en la que se hospedaba, en la calle del Pueblo, número 4, que era la de sus primas Matilde y Anita. El asesino, herido, fue trasladado al hospital. No murió, tan solo hubo que extraerle el ojo derecho.

Concha Robles

Cadena perpetua

El cadáver de Conchita Robles fue llevado al cementerio. La comitiva salió del Teatro Cervantes en dos carrozas y se dirigió por el Paseo del Príncipe, Boulevard y Puerta Purchena. Más de 13.000 personas asistieron al duelo. El 7 de febrero de 1922 se celebraron los funerales en la Iglesia de Santo Domingo, costeados por la Empresa del Teatro Cervantes, en memoria de las víctimas. Al acto acudieron parientes de las víctimas, los artistas de la Compañía de Concha, y numeroso público. Fue presidido por el alcalde de la ciudad, don Carlos Granado Ferre; don Alejo Cano, en representación de la compañía; don Eduardo Moreno Nieto, en representación de la empresa; y don Rogelio Pérez García y don Luis Ortuño, en representación de la familia de Concha Robles. Los artistas de la Compañía cantaron la Misa de Réquiem, conmoviendo a los asistentes. El asesino fue condenado a cadena perpetua por delito de parricidio, así como a la pérdida de empleo militar. A esta condena se sumó la pena de 14 años 8 meses y un día de reclusión por el homicidio de Manuel Aguilar, incluyendo una indemnización de 15.000 pesetas a la madre de Concha, y de 5.000 pesetas a la madre de Manuel.

Desde aquel fatídico 22 de enero, los restos de Concha Robles descansan en el cementerio de Almería. Sobre su nicho, un poco más arriba, los restos de Manuel Aguilar Ruescas, con una inscripción en su lápida: “Muerto por accidente”. Aquel adolescente que soñaba estar cerca de su admirada actriz nunca imaginó que descansaría cerca de ella el resto de la eternidad.

Texto: Manuel Artero, departamento de Geografía y Ordenación del Territorio del IEA.

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