Los gruesos muros de la torre del homenaje del castillo de Cuevas del Almanzora guardan un tesoro del arte popular de enorme singularidad. Es probable que en toda la provincia –ruego se me corrija si no fuese así– no exista una manifestación de igual o similar índole, una sucesión de grafitis e inscripciones de distinta cronología que, a modo de sugerente testimonio de otras épocas y circunstancias, cubren las cuatro paredes de la planta baja de la torre. Su origen habría que rastrearlo en el uso que desde el siglo XVI se le concedió a este espacio, que no fue otro que el de mazmorra destinada a aquellos reos que habían contravenido las leyes del Señorío y la Corona.
Entre los encarcelados que redimieron sus culpas en algún momento del XVIII se halló uno dotado de especial habilidad y sensibilidad artística, un presunto bandido que quiso amortiguar el tedio del encierro vertiendo quizá sus propias experiencias vitales sobre aquel pétreo lienzo. Porque en esa pared, a izquierda y derecha de la entrada al antiguo calabozo, plasmó de manera pródiga aquellas escenas de una vida que su memoria, ahora pausada, le brindaba con nitidez. Y demostró su dominio de la plasticidad en el momento de dibujar y pintar, su capacidad para recordar y retener detalles que luego trasladó a las figuras allí representadas.
Escenas de bandoleros
Colores blancos, negros y ocres otorgan forma y conceden dinamismo a los personajes –su creador es con mucha probabilidad el protagonista– que intervienen en asaltos a carruajes y carrozas, en duelos a pistola, en lances de espada, en apuñalamientos, en cabalgadas con arcabuz o mosquete apuntado, en tiroteos huyendo de la justicia. Sorprenden otras secuencias, en esta primitiva película, más amables y serenas donde asistimos al cortejo de un galante caballero a su dama, donde el recuerdo del reo se ve invadido por felices episodios de divertimento. A través de las situaciones retratadas, de los personajes involucrados, nos acerca a las indumentarias de mediados de la centuria ilustrada (casacas, calzones, jubones, chupas, vestidos femeninos, gorros, mantillas, calzados, etc.), a comportamientos ante la existencia o a su relación con las creencias religiosas, pues no falta la simbología católica: cruces, nazarenos, un trono procesional que representa el Monte Calvario…
Este maravilloso aporte, muy vistoso y cohesionado, se superpone a dibujos más antiguos o es invadido por otros más recientes, pero todos ellos de mérito infinitamente menor. En cualquier caso, junto a una colección de grandes embarcaciones, esta vez no pintadas sino ejecutadas con detalle mediante incisiones en el muro, y a otros motivos de diferente tema y cronología, constituyen un conjunto extraordinario de arte popular, circunstancial, singular y genuino. Su observación nos llevará a cuestionarnos de inmediato quiénes los trazaron, cuáles fueron sus vicisitudes y los hechos que los condujeron a presidio, de dónde provenían, si fueron forajidos, criminales o ladrones; si entre ellos hubo alguno de esos últimos piratas berberiscos que todavía aterrorizaban la costa de la Axarquía.
Extrañeza y singularidad
A veces nos cuesta valorar lo excepcional, aquello que nos distingue, lo que nadie más puede ofrecer. Pues bien, en esta “Altamira del siglo XVIII”, como la tituló, quizás de modo un tanto pretencioso, un asombrado Christian Ehlinger cuando la visitó allá por el lejano 1967, tenemos una oportunidad por ahora desaprovechada. Aquel turista, nada menos que por entonces presidente de honor de la Casa de Velázquez y de la Escuela de Altos Estudios Hispánicos en Francia, quedó maravillado, y no lo fue tanto por la calidad técnica o artística de lo allí representado sino por su extrañeza y singularidad, por esa potencial capacidad de sugerir, de evocar, que poseían aquellos dibujos murales, por la fuerza con que contribuyen a que imaginemos historias o la propia historia: “Y estas extraordinarias pinturas –decía Ehlinger– podrían ser fuente de inspiración para una novela de capa y espada o de una atractiva película”.
Textos: Enrique Fernández Bolea, historiador.