Todo comenzó una calurosa mañana del catorce de Julio de 1967. Juan Salmerón, habitante de Las Pedroñeras, provincia de Cuenca, enclave geográfico conocido en todo el mundo por ser una potencia económica de primer orden en la cosecha y exportación de ajos, decidió montar una secta, harto ya de una vida tan reiterativa. Allá donde sus ojos miraban se extendían enormes parameras de ajos y más ajos, y de vez en cuando una gasolinera o un perro vagabundo pidiendo agua a gritos, sí, lo han oído bien, pidiendo agua a gritos. Las Pedroñeras no sólo destaca en el panorama mundial por su capacidad de engendrar ajos sin fin, también por su infinito aburrimiento.
Los cánidos comenzaron a mutar a finales del siglo XIX, desarrollando ya en la tercera década del siglo XX una inusitada capacidad para la oratoria, en algunos casos en varios idiomas. Juan Salmerón, hastiado hasta la médula de hacer traducciones de Parménides, Heráclito y Herodoto, entre cosecha y cosecha, decidió, no sin previa combustión espontánea del ojete, organizar una secta. En seguida se le vinieron imágenes a la cabeza, todas ellas muy confusas: jamones colgados secándose, el orfeón donostiarra, turistas japoneses en el Museo del Prado, adultos con barba canosa presentándose al certamen anual de dobles de Ernst Hemingway.
Nada de aquello le convencía. Decidió probar entonces con la gente del pueblo, y pensó: nuestro pueblo es tan pequeño que ya de por sí es una secta, es tan difícil salir de aquí. Juan había llegado al nivel de la entropía como creación de un orden, y llegó a la siguiente conclusión: todos los que vivimos en el pueblo hacemos posible la cosecha del ajo, pero la cosecha del ajo no nos hace posibles a nosotros.
La voluntad de una sola mente
Juan meditó profundamente esta reflexión mientras se le cerraban los puntos del perineo debido a la combustión espontánea acaecida en el campo mientras se hallaba absorbido por sus pensamientos. Pensó de nuevo en el ajo, pero también en el tomate, y en la cebolla, y en el pan, y en el pepino,y en el pimiento, y en el agua y en el aceite, y en la sal, y se dijo: ¡Eureka, lo tengo! Efectivamente, Juan había llegado a la conclusión de que organizar una secta era exactamente lo mismo que hacer un gazpacho. Todos los elementos eran diferentes, sólo había que fusionarlos y mezclarlos bajo la voluntad de una sola mente.