Un joven doctorando, que está preparando su tesis doctoral en Edafología sobre la contaminación de los suelos en zonas mineras, me visita en mi despacho de la universidad una mañana de finales de febrero de 2001. El investigador cuevano, Diego Miguel Collado, está realizando trabajo de campo en los antiguos parajes mineros de Sierra Almagrera y Herrerías. Me busca por si dispongo de datos de la composición de las aguas que achicaban las sucesivas empresas dedicadas al desagüe de las minas de Almagrera desde mediados del siglo XIX.
Rebusco en algunos informes de aquel tiempo y le facilito los datos que allí aparecen y que me asegura que le van a ser muy útiles. Conectamos muy bien y casi al despedirse, ya de pie junto a la puerta del despacho, me lanza la siguiente pregunta: ¿has visto esa especie de máquina o artefacto que hay en la Sierra? ¿Una máquina en Almagrera? Le contesto yo con un gesto de enorme incredulidad y los ojos como platos.
Diez años antes, había visto con estupor como cuadrillas de chatarreros desmantelaban todos los materiales útiles de la mina La Cruz de Linares, tras su clausura en 1991. Me habían invitado a dar una conferencia en la ciudad por tantas razones hermana y recordé aquellos días mis paisajes mineros de Almería. Entendí fácilmente como en esos parajes, y especialmente en los de la minería del plomo del siglo XIX, se enseñoreaba una absoluta desolación y no quedaba nada aprovechable salvo unas ruinas terrosas. De ahí mi escepticismo: el patrimonio minero había sido pasto de un irremediable expolio alargado durante décadas y décadas. Por eso, me mostré muy escéptico ante el anuncio de Diego.
Rumbo a Sierra Almagrera
Dos o tres días después del encuentro en mi despacho, aprovechando la festividad andaluza, Diego y yo nos adentrábamos desde la rambla de Muleria por el barranco Jaroso hacia el interior de Sierra Almagrera. Tras contemplar una vez más el área de mayor concentración de restos, Diego me condujo por una senda lateral hasta el barranco del Chaparral. A lo lejos diviso algo que me acelera el pulso: un pozo minero que estaba cubierto todavía por un castillete de madera, muy escorado eso sí, pero todavía en pie. Pero esta singularidad tan llamativa palidece de inmediato ante la visión de la rueda dentada de lo que es sin duda una máquina de vapor.
El artefacto está cubierto de matorral y nos afanamos durante un buen rato en su desbroce para despojarlo de su camuflaje. En la puerta de una de las dos calderas aparece el nombre del fabricante: ‘La Maquinista Terrestre y Marítima. Barcelona. 1873’. Poco después vivo el momento más intenso de aquella inolvidable mañana. Diego, pertrechado con un cepillo mecánico, comienza a limpiar la capa de óxido que cubre el nombre del fabricante de la máquina propiamente dicha (la caldera sería un añadido posterior). ¿Será un prototipo de Colson?, aventuro yo, mientras que nuestros dedos palpan las letras que van saliendo a la luz.
Máquina de vapor histórica
Un buen rato después, nos alejamos para leer lo que acabamos de descubrir. La placa da fe del diseño de Colson y de la fabricación del artefacto en Reading. Paul Colson fue un ingeniero belga responsable de la introducción de la tecnología del vapor en buena parte de la Sierra a partir de 1860. Sus máquinas, adaptadas a las pequeñas dimensiones del minifundio minero, tuvieron un gran éxito. Además, fue el primer eslabón de esa cadena de ingenieros belgas relacionados con la zona (Colson, André y los hermanos Siret, principalmente).
En los días siguientes hablé con especialistas en máquinas de vapor de diferentes lugares y pude llegar a una conclusión que ya rumiábamos aquella mañana del 28 de febrero de 2001. Nos encontrábamos ante un vestigio industrial de extraordinario valor patrimonial. La tercera máquina de vapor más antigua conservada en España (seguramente construida en torno a 1866-1869), la más antigua de las conservadas en Andalucía y además con la peculiaridad de encontrarse en el sitio en donde había estado en servicio.
Unos meses más tarde, el 12 de septiembre, una expedición de una quincena de personas, entre responsables del Ayuntamiento de Cuevas y de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, aparte de la cualificada presencia del profesor Miguel Jiménez Yanguas de la Universidad de Granada, una eminencia en este tipo de artefactos, subíamos de nuevo hacia el Chaparral. A pesar de la ilusión por el asunto que nos convocaba allí, las conversaciones de aquella mañana no se retiraban del suceso que la víspera había conmocionado al mundo entero: el ataque al World Trade Center de Nueva York.
130 años camuflado
Pero junto a la mina del Chaparral se impuso el estudio y la descripción detallada del artefacto. Con estos antecedentes en 2003 la máquina de vapor sería incluida en el Catálogo del Patrimonio Andaluz.
Ya pensé entonces que ese cambio de estatus no garantizaba por sí la conservación de un bien tan preciado. Aquel 12 de septiembre de 2001, la jornada en la que todos fuimos conscientes de haber entrado en el siglo XXI, lo recuerdo como un día de sentimientos encontrados. El artefacto, que había sobrevivido camuflado durante más de 130 años, estaba a punto de pasar a ocupar un lugar estelar en el patrimonio histórico provincial. Me encogí de hombros y crucé los dedos…
Texto: Andrés Sánchez Picón, catedrático de Historia Económica de la UAL