“Aquí seguimos, aquí me tienes, en este punto muerto, todo yo innombrable”, reiteraba cansino aquel ente cada cierto tiempo, cada vez que lo desvelaba. En punto muerto, en un limbo forzado, en el dique seco de la escritura. Pero alguien sin nombre, descabezado, que ya puede susurrarte sin ni siquiera ser, comienza a ser algo. ¿Y la trama? No se la espera. ¿De dónde viene? No conocemos su pasado, tampoco hacia dónde se dirige. ¿Cuáles son sus intenciones? Sólo intuyo que lucha por respirar, y que ya ha roto el frágil cascarón de mi conciencia, su voz en mi voz interior es una pulsación, leve pero necesaria.
Yo quisiera que cada vez que abriera la boca, sin necesidad de saber cuál es su altura o color de ojos, subiera el precio del pan de la vida de todos los presentes, aunque el timbre de su voz fuese el de aquel que está a punto de ahogarse en el interior de un pozo. Que la verdad de sus palabras sonase a canto de sirenas horribles, desdentadas; que su aliento oliera a un cesto de pescado podrido. O no, que fuese Simón, en su columna, bramando, soltando espumarajos por las aletas de la nariz, por las encías, que su lengua fuera la de babel, expuesta y desordenada en un tenderete de feria.
Podría, sin embargo, provenir del pasado, pues ha venido a darnos todas las recetas de una alquimia desconocida, por encima de toda ciencia. O no, que en su saca sideral , lejana, traiga unos presentes con los que sea imposible jugar, extraños, sin instrucciones de uso. Eso, un extraño que ha vencido con creces todas las leyes del reloj. Sí, un homúnculo, un sucedáneo de ser antropomorfo que no se explique, que no le haga falta explicar, explicarse, que su sola presencia hable por sí misma. Un Prometeo sin vocabulario, un canto de río, un pájaro líquido, con el silencio como dialecto desplegado, sin fisuras.
No tiene edad, no la necesita. Es tu edad, la del otro en cualquier momento, en cada instante, fracción. Lo pusimos en un callejón sin salida una tarde del mes de marzo, desparaguado, con un papel en la mano al que se le iba cayendo la tinta por una de las esquinas. Desconocemos, bajo el borrón, el contenido del mensaje. Suponemos que es una dirección, que el portador busca algo. Mueve su cabecita, y no es para sacudirse el agua, no parece importunarle la lluvia, baja por sus hombros en suave cascada, una perfecta catarata. Parpadea imperceptiblemente, revisa sin prisa el entorno.
La música tuerce sus pasos
El enviado es ligero, una zapatilla de ballet sobre un nenúfar. Comienza a caminar muy, muy despacio, sus pisadas no hacen ruido alguno. El espía, el equilibrista, caminan cogidos de su mano. Mira hacia arriba, a un cuarto piso. Es un edificio de ladrillo. Una de las ventanas del cuarto piso está abierta, una lengua de cortina se asoma y se balancea. Desde el interior se rocía una música al exterior en todas direcciones. Reconoce el enviado aquella música, el fraseo alojado en su mente, es una invocación, una invitación a penetrar en la casa, aunque sea escalando por la pared. La música tuerce sus pasos.
Un invisible ángel lo eleva, lo deposita en el alféizar. Ya está dentro. La primera estancia está vacía, la música ha dejado de sonar, afuera ha parado de llover. El espía comienza a indagar, a atar los cabos de la nada. Todas las habitaciones a ambos lados del inmenso corredor están vacías, y en cada una de ellas hay una ventana abierta, y una lengua de cortina que se asoma y se balancea. Se asoma por una de tantas, la lluvia ha vuelto en la calle; sobre un charco, un hombre ligero, una zapatilla de ballet sobre un nenúfar, empapado, mira hacia arriba. Porta un papel en la mano que, poco a poco, se desangra.
Volvía, volvíamos al punto muerto, al dique seco de la escritura. Pero el enviado seguía moviendo la cabecita mientras las gotas de lluvia, pesadas, le resbalaban, una a una, por la cara. La música, un violín, un suave glissando hipnótico, le habían traído a este punto ignorado del mundo, en ninguna parte. Nuestro Simón, sobre su charco, delicado, etéreo, sin público, sin discurso. Tantas jornadas olvidado en aquel limbo, sin nombre, ahora comenzaba a cobrar voz por el rumor de un violín. Ahora él quisiera ser tantas cosas, y correr libre a través de las páginas, incluso descansar en ellas esperando su turno.
El envíado sideral, el hombre sin paradero, sin destino. Entre el callejón sin salida y la ventana abierta de un cuarto piso de un edificio de ladrillo, guíado por el silbo de un instrumento que nadie toca. Sabemos que la música le resulta poderosamente familiar, esa cadencia, ese ritmo que sólo puede suceder en la matriz. Sabemos que detenido, ahí, bajo la lluvia, ha comenzado a caminar, ligerísimo, sin hacer ruido alguno. Su respiración ya no es un secreto, ni su voz en mi interior, en mi conciencia. Prometeo respira después de la segunda descarga. Sus ojos miran, se miran, desde arriba sabe que está abajo.
Preso del desierto
Ahora querría hablar, pero quebraría todo principio, toda alquimia, volvería a ser Simón, preso de sus palabras, preso de su columna, preso del desierto, de la audiencia, de la locura, de la proclama. El enviado, por primera vez, advierte el calabobos, la vestimenta empapada, el goteo, y el pulsar de las cuerdas más próximo, tocadas por una mano amiga, inmemorial. Obra abierta, calle cercada, el enviado, ahora caminante, trepador, busca significarse, hacerse preguntas, saber de qué va todo esto. Coge, cojamos de nuevo la pluma, demos al hombrecillo, de momento, un lugar en el lugar.
Sabemos que porta un mensaje que se deshace por culpa de la lluvia, que su mano, una de ellas, lo porta, como quien soporta un estilete, o un cesto de pescado que huele a podrido. Sabemos que está erguido el hombrecillo, y que mira por encima de sus hombros, y que es capaz de escuchar una música, y reconocerla. Que su columna es un charco, que su nombre podría ser Simón, que no hay, que nunca habrá auditorio, que todos se fueron, que alguien dejó la música sonar en la estancia vacía, que el innombrable preguntó por sí mismo, que latiendo entre las páginas, expectante, se encontraba el personaje.