El actor

“Hago un parpadeo de luces y salís a escena”, dijo Enrique el técnico una vez más. Eran las palabras más sobadas de Quique, una frase, casi una sentencia, que le confería un extraño poder por encima del resto de integrantes de la compañía de comedias. Hacer parpadear las luces, menuda cosa. Aquello más que una señal era como un guiño, y a los despistados del elenco siempre les cogía desprevenidos, bien repasando las últimas líneas del texto, haciendo estiramientos, o simplemente buscando la botella de agua para aclarar la voz entre la oscuridad de las cajas, con sigilo, casi a tientas.

Aquello, la comedia, volvía a comenzar, la rueda del hámster que los llevaría al mismo sitio, se disponía a girar de nuevo, y con ella sus ratoncitos amaestrados, buscando los mismos tropiezos, clavando las mismas argucias escénicas en el preciso lapso de espacio-tiempo. Una cadena de acontecimientos bien trabada, muy baqueteada, con el mismo crujir de una máquina puesta a funcionar una y mil veces. Los mismos vestuarios a los que empezaban a asomarle los hilos por las hombreras, las mismas escenografías, ajadas por el traqueteo y el potente haz lumínico de los focos.

Nada hacía suponer que Ricardo, cabeza de cartel, primera figura de aquella compañía, ésa noche, perdiera para siempre el don del habla, así, de un plumazo. Es una mentira, o una verdad a medias, eso de que los intérpretes no sienten frío o calor antes de salir a la escena, es una mentira, o una verdad a medias, eso de que sus funciones vitales sólo se concentran en la representación, como si todas las cosas, los acontecimientos del mundo circundante no tuvieran importancia y sólo fueran parte de una realidad vaga o difuminada. El teatro, en ése justo momento, era el mundo.

Comedia de enredo

El texto de la obra no era muy trascendente, se trataba de una sencilla comedia de enredo, un entretenimiento ideado para el goce sin pretensiones intelectuales del público. Los componentes de la compañía lo habían llevado con éxito a mil y un escenarios de toda la geografía, casi siempre con éxito, pues el ir y venir del lenguaje y las situaciones iban puliendo los desenlaces hasta alcanzar el punto exacto de cocción, esa cocina que es del agrado de la gran mayoría del respetable, dispuesto a pasar un rato de asueto sin acrobacias mentales demasiado complejas.

Ricardo, nada más pisar aquellas tablas, enmudeció. Al principio, casi sin pensar, intuyó que un golpe de aire entre el cielo de su boca y su garganta, se había propuesto dejarlo sin articular el guión durante unos breves segundos. Volvió a arrancar, pero nada, la voz no quería salir. Sus compañeros, ajenos ya a todo tras el fárrago de tanta función, no cayeron en la cuenta inmediatamente de que algo extraño estaba sucediendo. Por fin, Ángela, una joven actriz muy avispada, comenzó a hacer grandes aspavientos desde los hombros al resto de sus compañeros. Todos miraban a ningún sitio.

La situación era muy absurda pues el actor principal, en mitad de la escena, se había quedado sin voz, y sus compañeros, escondidos tras las telas, tampoco podían hablar para no alertar al público de un problema que para ellos resultaba demasiado evidente. Gabriel, otro de los actores, por fin hizo caso a los movimientos de Ángela, que en esos momentos ya agitaba desesperada una enorme tela blanca que haría las veces de mantel en el segundo acto. Aquella máquina tan bien engrasada se había atascado. Las primeras toses en el patio de butacas no se hicieron esperar, y mientras tanto el compungido Ricardo, alumbrado por un cenital, se llevaba a la desesperada las manos al cuello.

Una risa nerviosa

Un espectador empezó a reir nerviosamente, dando a entender al resto del auditorio que era el primero de todo el recinto que acababa de comprender lo que allí estaba sucediendo. No tardaron las carcajadas en propagarse como las llamas de un incendio. Ángela, la joven actriz, se enredó con aquella tela enorme y cayó rodando como un barril sobre la escena. Gabriel fue tras ella, tropezando sin querer con uno de los tablones que componían el decorado. El decorado, cual ficha de dominó, fue a morir sobre una percha, y la percha sobre la cabeza de Ricardo, el silenciado intérprete.

Como por arte de magia, el perchazo, en el epicentro de aquella cacharrería desbocada, hizo brotar la voz del actor, atravesado entonces por un veloz fantasma. Entonces se escucharon, con una nitidez absoluta, las siguientes palabras: “¿se puede saber quién ha apagado la luz?”.

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